Capítulo 1: Escapar Comenzar de nuevo – El cuento ilustrado de Willnoname
Todo parecía estar por despegar. Will y su banda estaban a punto de alcanzar el reconocimiento por el que tanto habían trabajado. Las canciones sonaban cada vez más sólidas, el público crecía y las oportunidades empezaban a tocar la puerta. Fue entonces cuando apareció él: Johnny Paluca, un manager ambicioso, con contactos y promesas de éxito. Pero todo venía con condiciones.
—Si quieren llegar lejos, tienen que cambiar —dijo Johnny, mientras repartía contratos—. Olvídense de esas canciones alegres y personales. Vamos a hacer algo más comercial, más bailable y vendible. Lo que están haciendo ahora no sirve.
Will sintió que le arrancaban el alma. Su música siempre había sido su refugio, su verdad. Pero sus compañeros de banda pensaban diferente. Uno por uno, comenzaron a alinearse con la nueva visión. Incluso repitieron las palabras del manager.
—Tal vez tenga razón —dijo uno de ellos—. Las canciones de Will no conectan tanto como pensamos.
—Sí, necesitamos algo más pegajoso, más actual —dijo otro—. Esto de cantar sobre emociones alegres no vende.
Will no podía creer lo que oía. —¿En serio están diciendo eso? ¿Después de todo lo que construimos juntos? Esto no es lo que somos. No podemos traicionar lo que sentimos por sonar como lo que vende.
Las discusiones se volvieron constantes. Lo que antes los unía, ahora los separaba. Hasta que un día, después de otra discusión acalorada, lo sentaron frente a todos.
—Will… ya no eres parte de esto —le dijeron—. El proyecto va por otro camino. Y, sinceramente, tampoco eras tan bueno como creías.
Esas palabras lo aplastaron. No solo lo habían dejado fuera de su propia banda, sino que lo hicieron dudar de todo lo que había construido. Su pasión, su esfuerzo, su identidad… todo parecía una mentira. Sintió que había perdido años de su vida en vano, en su mente sólo resonaba la frase “Me tengo que escapar de aquí”.
Pero lo peor vino después. Al poco tiempo, la noticia de su salida se esparció por la escena musical. Y con ella, llegaron los comentarios. En redes, en mensajes, en grupos que solía frecuentar.
—Se lo veía venir —escribió alguien—. A nadie le gusta su música.
—Le dieron el empujón que necesitaba para dejar de hacer el ridículo —comentó otro.
Incluso algunos que Will consideraba amigos comenzaron a burlarse o a hablar mal de él a sus espaldas. El golpe fue doble: lo habían traicionado y, además, lo estaban dejando solo.
Dolido y avergonzado, Will empacó sus cosas y tomó la decisión más difícil de su vida: irse. Cambió de país, de ciudad. Dejó atrás la escena musical y todos los lugares que alguna vez fueron su mundo. Sentía que lo habían aplastado, que todo lo que amaba se había vuelto en su contra. “Me destruyen las palabras, el dolor no aguanto más”, pensó. “No puedo soportar”… Y entonces, con el último hilo de fuerza que le quedaba, lo hizo: “hoy logro escapar”.
Allí, en una tierra lejana donde nadie supiera quién era ni qué había hecho, intentó comenzar de nuevo. Una vida sin música. Una vida sin dolor.
Pero por más que lo intentara, no podía silenciar del todo la voz que dentro suyo seguía susurrando melodías que aún no habían nacido.
Capítulo 2: Tener el poder
Comenzar de nuevo – El cuento ilustrado de Willnoname
Habían pasado ya varios años desde que Will se alejó de todo. Vivía ahora en otro país, en una ciudad nueva donde nadie lo conocía. Un lugar donde podía pasar desapercibido, sin tener que explicar qué pasó, sin tener que recordar lo que tanto le dolía. Tenía un trabajo estable, una rutina sin sobresaltos, una vida tranquila. Pero por dentro, esa tranquilidad era más bien silencio. Un silencio denso, hueco. Como si hubiera una parte de sí mismo encerrada en algún rincón de su alma, esperando a despertar.
Una tarde nublada, caminando sin rumbo por las calles adoquinadas de San Telmo, se refugió de la llovizna en una pequeña tienda de objetos antiguos. El cartel oxidado decía “Colecciones y rarezas”, y el escaparate estaba repleto de guitarras viejas, vinilos, muñecos de acción desgastados y libros de décadas pasadas. Al entrar, lo envolvió un aroma a madera, humedad y tiempo detenido.
Se perdió entre estanterías de instrumentos olvidados. Entonces la vio: una guitarra Jackson Kelly azul, con ese cuerpo agresivo y futurista que había soñado tener en su adolescencia. Le devolvió, de golpe, una avalancha de recuerdos. Esa guitarra era un símbolo, un eco de la pasión que había enterrado. La miró como quien ve una fotografía de una vida que ya no le pertenece.
—Esa guitarra ha hecho llorar a más de uno —dijo una voz ronca y lenta detrás de él.
Will se giró y vio al dueño del lugar: un anciano de barba larga, ojos penetrantes y una sonrisa apenas perceptible.
—En esta tienda hay objetos que te pueden mostrar verdades que no querés escuchar… pero que quizás necesitás —añadió el viejo.
Will arqueó una ceja.
—¿Cómo?
—Parecés alguien que perdió su rumbo —continuó el hombre sin esperar respuesta—. Y si eso es cierto, tengo algo para vos. Pero cuidado… puede mostrarte cosas que no estás listo para ver.
Lo llevó a una esquina donde había un fonógrafo cubierto por una tela negra.
—Este es el Fonógrafo del Infinito —dijo el anciano, destapándolo—. Cada persona que lo activa escucha algo distinto. Algo solo para sus oídos. Algunas personas salen con claridad. Otras… no tanto.
Will dudó. Pero algo en su interior, una mezcla de curiosidad y hambre, lo impulsó a acercarse. Colocó la aguja sobre el disco. El vinilo giró, primero en silencio, luego con un leve chasquido que se transformó en una melodía suave, etérea, casi hipnótica.
Y entonces, las imágenes llegaron.
Como una visión, Will vio futuros posibles. Caminos que se ramificaban frente a él. Uno en el que envejecía solo, resignado. Otro en el que vivía con comodidad pero vacío. Otro aún, gris, mecánico, sin alma. Pero también vio uno más: una sala de ensayo. Una banda. Luces. Escenarios. Una vida con propósito. Volvía a cantar. Volvía a ser él.
Mientras la visión se desplegaba, su pensamiento se volvió deseo, y ese deseo se convirtió en un susurro en su mente: «quisiera tener el poder para mi futuro ver, y así poder saber lo que me conviene escoger…»
El eco de esas palabras vibró con fuerza en la sala, como si el fonógrafo mismo las hubiera escuchado.
En medio de ese momento de revelación, una voz distorsionada, burlona y profunda irrumpió:
—Puto el que lo escuche…
Will parpadeó, confuso. Y entonces, la misma voz continuó, con un tono más sincero:
—Nah, mentira… No hay futuro si no perseguís tus sueños.
La aguja del fonógrafo se levantó sola. El silencio volvió. Will se quedó inmóvil. No sabía cómo, pero lo entendía todo: si seguía escondiéndose de lo que amaba, su alma iba a apagarse por completo. Y aunque sentía miedo, por primera vez en mucho tiempo, también sentía algo más profundo que el miedo: la certeza.
No podía seguir huyendo.
Tenía que volver a empezar.
Capítulo 3: Conmigo
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El vinilo dejó de girar, y el silencio que quedó en la tienda fue más revelador que cualquier melodía. Will se quedó inmóvil unos segundos, aún con los ecos del Fonógrafo del Infinito resonando en su mente. Algo se había movido dentro de él. Algo que había estado dormido demasiado tiempo.
El viejo lo miró en silencio, como si supiera lo que Will acababa de experimentar.
—No sé qué viste, pero parece que fue importante —dijo con una sonrisa apenas dibujada.
Will no respondió. Sólo desvió la mirada hacia la Jackson Kelly azul que aún colgaba de la pared. Se acercó a ella y la sostuvo entre sus manos. Sintió su peso, su forma, su energía. No podía explicarlo, pero parecía esperarlo desde siempre.
—¿Cuánto cuesta?
—Hoy está en oferta. Debe estar lista para un nuevo comienzo —respondió el viejo, con un guiño.
Will no lo dudó. La compró. Y al salir de la tienda con el estuche colgado al hombro, sintió algo que no había sentido en años: ilusión. No sabía exactamente qué iba a hacer, ni cómo, ni para qué. Pero sí sabía que era hora de volver a la música.
Esa noche llegó a su departamento, desempacó la guitarra y la afinó con manos temblorosas. Sacó una libreta vieja, una que había traído de su país y que estaba llena de letras inconclusas, frases sueltas y dibujos sin sentido. La hojeó sin encontrar nada que lo inspirara. Todo le sonaba ajeno. Como si fuera alguien más quien lo había escrito.
Frustrado, dejó la libreta a un lado y puso música en su celular. Comenzó a sonar una vieja playlist de Pop Punk. Y de pronto, como si el universo tuviera sentido del humor, apareció una canción de una banda que escuchaba en su adolescencia.
Will sonrió al instante. Recordó sus años de colegio, cuando estaba completamente enamorado de Hayley, la vocalista. Tenía posters de ella, recortes, fotos, hasta escribía en su cuaderno “Will + Hayley” dentro de corazones. En sus fantasías adolescentes, ella era su pareja, su musa, su compañera de escenario.
Se echó a reír. Qué ridículo era todo eso… y qué real se sentía en ese entonces.
Y en medio de esa risa, surgió una chispa. Una idea.
Tomó la guitarra. Rasgueó algunos acordes. Y las palabras comenzaron a salir: una canción en la que imaginaba cómo sería estar con ella, compartir una vida de música, amor y escenarios. Una canción sobre soñar con estar conmigo, con alguien que admire lo que amas, que sea parte de tu mundo, que te entienda sin explicaciones.
Era su forma de darle vida a esa fantasía adolescente, y al mismo tiempo, una carta de amor a su pasión por la música.
Las frases fluyeron sin esfuerzo. Era como si siempre hubieran estado ahí, esperando salir. En la letra, Will se permitió imaginar una vida distinta, una en la que todo encajara, donde no tuviera que explicarse ni ocultarse. Escribía como quien intenta reconstruirse desde sus propias ruinas, usando melodías y palabras como ladrillos de algo nuevo.
«Sueño contigo todo el tiempo… contigo mi mundo sería perfecto…» escribió en una esquina de la hoja. No era solo una fantasía adolescente. Era un reflejo de su deseo más profundo: volver a conectar con lo que realmente lo hacía feliz. «Sueño con que estés conmigo», añadió, sin pensar en Hayley, sino en esa parte de sí mismo que había estado perdida… y que finalmente estaba de regreso.
Porque al final, no había sido ella quien lo reconectó con la música. Había sido él. Su decisión de entrar a esa tienda, de activar ese fonógrafo, de comprar esa guitarra, de volver a intentar.
La música no había desaparecido. Siempre había estado con él. En su tristeza, en sus recuerdos, en sus risas solitarias. Solo tenía que dejarla fluir.
Volver a escribir, volver a tocar… no era volver a un lugar del pasado. Era seguir adelante con lo que siempre había sido parte de él.
Esa noche, con la guitarra apoyada a su lado y la letra de “Conmigo” garabateada en tinta azul, Will volvió a sentirse vivo.
Capítulo 4: Megaman
Comenzar de nuevo – El cuento ilustrado de Willnoname
Después de escribir Conmigo, Will sintió que algo se había encendido dentro de él. Había vuelto a componer, a sentir la electricidad de una idea transformarse en canción. Pero había una pieza clave que todavía faltaba: una banda.
Sabía que no quería seguir solo. La música, para él, siempre había sido un acto compartido, una conversación entre almas ruidosas. Pero ahora estaba en un país nuevo, en una ciudad donde apenas conocía a unos pocos vecinos y al dueño de la tienda donde había comprado su guitarra. No sabía por dónde empezar.
La idea de buscar músicos lo llenaba de entusiasmo y miedo a partes iguales. Todavía arrastraba las heridas de su antigua banda: la traición, las discusiones, la sensación de haber sido descartado. Una voz persistente en su cabeza le decía que todo volvería a repetirse, que cualquiera que conociera terminaría igual que aquellos que lo habían dejado atrás.
“¿Alguna vez te has preguntado qué pasó?”, se dijo una noche mientras miraba el techo. “El tiempo nos ha demostrado que todo esto fue un error.”
Y aunque no lo decía en voz alta, sabía que las acciones dejan huellas que no puedes deshacer. Había cosas que quedaron marcadas, cicatrices que todavía ardían. Pero también entendía que quedarse detenido en el pasado era otra forma de desaparecer.
Otra voz, más tenue pero firme, comenzó a crecer dentro de él. Una voz que había despertado con el fonógrafo, con cada acorde que tocaba en su guitarra. Una voz que decía: si quieres construir algo nuevo, tienes que dejar atrás lo viejo.
Así que Will se forzó a salir. Empezó a ir a pequeños shows en bares del circuito underground de Buenos Aires. Se perdía entre la gente, observando en silencio desde el fondo, analizando cada nota, cada actitud sobre el escenario. Buscaba algo. No sabía exactamente qué, pero sabría cuando lo viera.
Y lo vio una noche en un bar del Abasto. La banda que estaba en el escenario no era especialmente buena, pero el baterista… era otra cosa. Energía, técnica, actitud. Como si su cuerpo y la batería fueran una sola máquina de ritmo. Will no pudo apartar la vista.
Al terminar el show, esperó cerca del escenario hasta que el baterista bajó, transpirado y aún con las baquetas en la mano.
—Tocas increíble —le dijo Will, sin vueltas—. Me encantaría tocar contigo algún día.
El baterista lo miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza.
—Gracias, loco. Pero no tengo banda. Estoy tocando como sesionista nomás… ahora no estoy buscando proyectos.
Will asintió, entendiendo el rechazo. Pero no se fue. Algo lo impulsó a quedarse y seguir hablando. Terminaron tomando una cerveza en una de las mesas del bar. Se llamaba Ema, y en poco tiempo ya estaban hablando de música, cómics, videojuegos, y cómo ambos habían soñado con tener bandas que cambiaran el mundo.
Will le contó, sin entrar en demasiados detalles, que había tenido una banda antes. Que no había terminado bien. Ema se quedó en silencio un segundo, y luego dijo:
—Yo también. Tuve un par. Proyectos que pintaban bien pero se fueron al carajo. Gente que no tiraba para el mismo lado. Me quemé. Por eso ahora prefiero no engancharme con nadie.
Hubo una pausa. Los dos miraron la espuma de sus cervezas. Y después Ema agregó, sin mirarlo:
—Pero vos me caés bien. Me gusta cómo pensás. ¿Querés que probemos algo? Sin presión. Si fluye, fluye.
Will sonrió.
—Claro que sí. Me encantaría.
—¿Tenés bajista?
—Todavía no.
—Tranqui. Tengo al indicado. Un amigo mío, Ale.
Unos días después se reunieron los tres en un café cerca de Plaza de Mayo. Ale resultó ser todo lo que Ema había dicho y más: serio, muy amable y educado. Al principio parecía reservado, pero cuando entraba en confianza era divertido y tenía un sentido del humor muy particular. Era fanático de la música compleja y progresiva, lo que equilibraba perfectamente la energía más directa y emocional de Will.
Hablaron durante horas. De lo que habían vivido. De lo que querían. Y sobre todo, de lo que ya no estaban dispuestos a tolerar: egos, traiciones, promesas vacías. Querían hacer música por el placer de hacerla. Sin máscaras. Sin buscar la fama a toda costa. Solo música honesta.
Decidieron intentarlo.
Los días pasaron y los ensayos comenzaron. Las canciones de Will cobraban otra dimensión con el pulso firme de Ema y la base sólida de Ale. Había química. Había ganas. Había algo que no se podía explicar, pero que se sentía real.
Más allá de lo musical, empezaron a construir una amistad. Ema enviaba memes de músicos a cualquier hora del día, incluso videos de guitarristas virtuosos que de vez en cuando hacían chistes ridículos. Will se reía solo en su casa, sintiéndose, por primera vez en mucho tiempo, parte de algo otra vez.
Habían encontrado algo especial.
Una nueva banda.
Un nuevo nivel.
Una nueva vida por desbloquear.
Así nació el Willnoname Project.
Capítulo 5: Quizás mañana
Comenzar de nuevo – El cuento ilustrado de Willnoname
El proyecto ya era una realidad. Con cada ensayo, la conexión entre Will, Ema y Ale se hacía más fuerte. Las canciones empezaban a tomar forma y algo poderoso flotaba en el aire: el sonido de una banda que recién nacía, pero que ya sabía lo que quería decir.
Ema y Ale, ambos con raíces metaleras, empezaron a empujar los límites de las canciones de Will. Querían más fuerza, más peso. Le sugerían que probara una guitarra de 7 cuerdas, algo que al principio a Will no le cerraba para nada.
—No sé, siento que es demasiado… como que no va conmigo —decía Will mientras enroscaba una cuerda en su Jackson azul.
—Vos probala, te va a volar la cabeza —le insistía Ema entre risas—. Dale, un día te llevo a una casa de música y vas a ver.
Y así fue. Una tarde, después de un ensayo, entraron a un local en el centro y Ema le alcanzó una guitarra negra, de cuerpo afilado con la furia de el metal incrustado en la madera y siete cuerdas tensas. Will dudó un momento, pero cuando conectó el cable y dio el primer acorde, el piso vibró como si una bestia se hubiera despertado. Era potencia pura. Cruda. Casi peligrosa.
Sonrió.
—Ok… ya entendí.
Ese mismo día salió con su nueva guitarra. Una nueva herramienta, un nuevo idioma. Un nuevo nivel.
Mientras la banda seguía ensayando y componiendo, Ema empezó a ver más seguido a una chica que había conocido en un show. Se llamaba Lana, tenía el cabello castaño, los ojos azul hielo y una mirada intensa, como si todo lo que decías le importara más que a nadie. Se interesó por su forma de tocar, por la banda, por su historia como músico.
Empezaron a salir. Al principio todo fue liviano, divertido. Se mandaban canciones, hablaban hasta tarde, se perdían caminando por la ciudad. Pero de a poco, Lana empezó a hablar de cosas más serias: mudarse juntos, formar una familia, tener hijos.
Ema, aunque la quería, sintió que algo se apretaba en su pecho. Apenas estaban empezando con la banda. Había vuelto a soñar con tocar en escenarios grandes, con grabar un disco. No quería soltar eso. No otra vez.
Mientras tanto, en uno de esos días en que Ema mandaba videos graciosos y memes de músicos, Will se topó con algo diferente. Era un guitarrista tocando riffs de metal en una guitarra de 7 cuerdas con una técnica impecable y una onda muy particular. Lo más loco: era de Buenos Aires.
Le escribió al instante.
—Hola, ¿cómo estás? Vi tu video y me encantó lo que haces. Estoy armando un proyecto con dos amigos y estamos buscando a alguien que le dé un empujón más al sonido. Creo que tú podrías ser perfecto para eso.
El guitarrista se llamaba Zaki. Multiinstrumentista, productor, y un nerd de los sonidos. Muy receptivo y buena onda.
—Obvio, loco. Si es para tocar música piola, contá conmigo. Eso sí, tengo mil cosas encima, así que mientras no me choque con otros laburos, re va.
En los ensayos, Zaki era una locura. Cada idea suya era una expansión del universo sonoro. Los hizo probar armonías nuevas, escalas distintas, juegos rítmicos complejos. Todo lo que tocaba tenía ese toque especial que elevaba las canciones. Will, Ema y Ale estaban fascinados.
Mientras tanto, Ema andaba cada vez más tenso. Lana seguía con sus propuestas, sus ideas de futuro. Él la apreciaba de verdad, pero no quería perder el presente por un plan que aún no sentía propio.
Una tarde, en un break de ensayo, Ema les contó todo a Will y Ale. Lo dijo con una mezcla de culpa y tristeza.
—Es re buena mina, ¿viste? Pero siento que me está pidiendo que deje todo esto. Y no puedo. No quiero.
Will lo miró y le dijo:
—Tal vez no sea un no para siempre. Tal vez es un “quizás mañana”.
Esa frase quedó dando vueltas. Ale la repitió en voz baja, como probándola.
—Quizás mañana… me gusta eso.
Y ahí mismo, entre risas, mates y cables enredados, los tres empezaron a escribir una canción. Hablaron de esas decisiones difíciles, de las cosas que no puedes prometer ahora, pero que no quieres descartar del todo. No era una negación. Era una forma de ser honestos con el momento.
Así nació Quizás mañana.
Lana, al escuchar la canción tiempo después, entendió. Se alejó un poco, dolida pero sin enojo. Sabía que Ema estaba eligiendo su camino, y aunque no era junto a ella, lo respetaba. Dejó una marca en su corazón. De esas que no se borran, pero tampoco lastiman.
Por otro lado, la conexión con Zaki seguía creciendo. Los ensayos eran explosivos, y todos empezaron a fantasear con la idea de sumarlo a la banda de forma oficial. Un día, después de una sesión particularmente brutal, Will se animó:
—Oye, Zaki… ¿no te gustaría unirte a la banda de forma estable? Ya eres parte de esto.
Zaki sonrió, como quien ya sabía lo que le iban a decir.
—Siempre que pueda ayudarlos, estoy. Pero por ahora prefiero no comprometerme. Veamos cómo fluye todo. Quizás mañana…
Y los tres se rieron.
La vida no siempre da respuestas cerradas. A veces, simplemente te invita a seguir. A estar presente. A no forzar.
A vivir el ahora.
Y eso fue lo que hicieron.
Capítulo 6: Responsabilidades de la vida adulta
A medida que la banda empezaba a tomar más en serio su proyecto musical, también comenzaban a sentirse con más peso las responsabilidades cotidianas. Ensayar no era simplemente “ensayar”: había que encontrar el momento. Y eso, entre pagar el alquiler, trabajar en cosas que no tenían nada que ver con la música, hacer trámites, limpiar la casa, cocinar, o simplemente no colapsar, se volvía cada vez más complicado.
Will lo notaba especialmente. Lo que antes era inspiración pura, ahora debía coexistir con correos pendientes, lavar los platos y ver cómo estiraba los ingresos del mes. A veces se reía solo, recordando cómo de adolescente soñaba con recorrer el mundo y vivir de fiesta todo el tiempo. Lo que nadie le había dicho era que ese sueño venía con letra chica.
Ema, por su parte, batallaba con el despertador y los turnos de su trabajo, intentando no llegar destruido a los ensayos. Ale hacía malabares para cumplir con sus horarios laborales y, aun así, mantener el bajo afinado. Y Zaki… Zaki trabajaba, y en su tiempo libre estudiaba y producía música. Solo después de todo eso podía dedicarle tiempo a la banda. Y, aun así, era el más puntual, el más preparado, el que nunca fallaba a un ensayo. Menos mal que no quería comprometerse con la banda.
En ese escenario caótico pero cómico, la banda encontraba consuelo en compartir frustraciones y apoyarse entre sí. Entre una broma sobre recibos de luz y un chiste sobre despertarse a las cinco de la mañana para ir a trabajar, nacieron las primeras líneas de lo que sería una nueva canción. Había algo liberador en cantar sobre todo eso. Sin quererlo, estaban componiendo un himno para todos los que persiguen sus sueños mientras intentan sobrevivir a la rutina. Una canción que hablaba de la adultez sin romantizarla, pero con humor y ritmo: Responsabilidades de la vida adulta.
Cantaban sobre sacar la basura, lavar los platos, pagar la renta una y otra vez. Sobre trabajar para vivir y, aún así, encontrar tiempo para crear. La canción se volvió una especie de catarsis. Una manera de decirle al mundo: “Sí, esto es difícil. Pero igual seguimos acá. Con ojeras, con mil cosas por hacer, pero con la música viva”.
Y en el fondo, eso era lo más importante.
Los compromisos hacían que cada vez fuera más difícil cumplir con la banda. Los chicos habían decidido grabar su primer material, y eso costaba dinero. Pero entre las cuentas por pagar, el trabajo y las responsabilidades de la vida adulta, se empezó a crear un ambiente tenso y malhumorado entre los miembros del grupo.
Un show estaba agendado, pero varios ensayos se fueron cancelando. Siempre había una excusa: reuniones, horas extra, imprevistos. Lo dejaron pasar, confiando en que podrían resolverlo a último momento. Pero el día del show llegó… y todo se alineó para salir mal.
El lugar estaba lejos, el viaje fue pesado, y al llegar se encontraron con equipos de sonido en mal estado, una organización improvisada y muy poco público. A pesar de todo, subieron al escenario.
Ema se desfasó del tempo desde la primera canción. A Will se le olvidaron las letras. El bajo de Ale se desafinó a mitad del segundo tema. Y Zaki, con una mano lesionada por su trabajo, apenas podía tocar con precisión su guitarra de siete cuerdas. Fue un desastre.
Apenas bajaron del escenario, comenzaron los reproches.
—¿Qué carajo pasó allá arriba? —disparó Ale, dejando el bajo en el suelo con un golpe seco—. ¡Esto fue una vergüenza!
—¡Yo? ¿Me estás jodiendo? —respondió Ema—. ¡Si vos ni siquiera afinaste tu bajo! Estabas tocando todo el tiempo en otro tono.
—¿Y vos qué? ¡Ibas todo el tiempo corrido! ¡No seguiste ni una sola métrica bien!
—¡Ya pués! —intentó cortar Will—. No sirve gritarnos. Todos cometimos errores…
—¡Claro! Como olvidarte de las letras, ¿no? —saltó Ema, señalándolo—. ¿Qué hacías en tu casa en vez de ensayar? ¿Subiendo videítos?
—¡Mirá quién habla! —disparó Will, dando un paso al frente—. El que vive inventando excusas para faltar a los ensayos y llega con cara de culo cuando viene. ¡Tenías que aprenderte cuatro canciones, Ema! ¡Cuatro!
—¡Y vos tenías que organizarnos como líder, y no lo hiciste! —respondió Ema, tirando las baquetas al suelo—. Estás en cualquiera desde hace semanas.
—¡No soy niñera de nadie! —gritó Will—. ¡Cada uno debería hacerse cargo! ¡Pero claro, cuando las cosas salen mal, todos miran al que escribe las canciones!
—¡Y no son tan buenas, por cierto! —dijo Ale—. Estamos tocando lo mismo desde hace meses, ¡y ni siquiera nos salen bien!
Zaki, que hasta entonces había estado en silencio, dejó su guitarra en su estuche con un movimiento lento.
—Ya lo dije: no estoy al cien. La mano me duele, y hoy vine igual. Pero esto… —hizo un gesto vago con la mano, sin terminar la frase.
—¡Entonces no hubieras tocado! —gritó Ale—. Si no estás bien, no jodas al resto.
—¡Vos sos el menos indicado para hablar de joder al resto! —siguió Will, con la cara roja—. Siempre con esa actitud de superioridad como si no fueramos lo suficientemente buenos para tocar contigo. ¡Nadie te banca, Ale!
El ambiente era irrespirable. La discusión se había salido completamente de control. Todos hablaban encima del otro, los reproches volaban como cuchillos. Hasta que Ema, de repente, explotó:
—¡¿Saben qué?! Ya no quiero tocar en la banda.
El silencio inundó la sala.
—Yo me voy a la mierda —dijo Ale, agarrando su bajo sin mirarlos.
Zaki no dijo nada. Solo cerró su estuche, se colgó la mochila al hombro y se fue.
Will se quedó solo, con la guitarra aún colgada del hombro. El sudor le corría por la espalda, la mandíbula le temblaba. Había dicho cosas que no quería decir. Había gritado como nunca. Se sentía traicionado… pero también culpable.
Una mezcla amarga se le acumuló en el pecho: rabia, tristeza, impotencia. Y esa sensación de haberla cagado. No por lo que pasó en el show… sino por cómo se manejaron las cosas. Por cómo los vínculos se rompieron a gritos.
Capítulo 7: Mares del desierto
Pasaron un par de semanas sin hablarse. Silencio total. Cada quien por su lado, como si la banda nunca hubiera existido. Y en ese tiempo, Will se hundió en pensamientos oscuros. La culpa le pesaba, sentía que había destruido algo valioso por dejarse llevar por la rabia y la frustración.
Una tarde, solo en su cuarto, tomó una decisión: dejar la música. Ya no tenía fuerzas para remar contra la marea. Escribió un mensaje en el grupo:
“Chicos, gracias por todo. Vayan a la sala a buscar sus cosas cuando puedan. Yo voy a vender mi equipo. Decidí dejar esto.”
Un par de días después, se reencontraron en la sala. El ambiente era incómodo. Se saludaron con la cabeza, apenas murmurando algún “hola”. Nadie bromeó, nadie trajo mates, nadie hizo sonar un instrumento. Solo caras serias, gestos tensos. Todos, menos Ale. Él no parecía molesto. Se lo veía triste. Verdaderamente afectado.
Mientras recogían cables, pedales y estuches, Ema lo miró de reojo.
—Che, Ale… ¿estás bien?
Ale hizo un gesto vago, sin levantar la vista.
—Más o menos…
—Tampoco es que se murió alguien —dijo Zaki, intentando aliviar el ambiente.
Ale tragó saliva. Su voz salió temblorosa.
—Es que… dos amigos de toda la vida se fueron del país esta semana. A buscar una vida mejor. Me pone contento por ellos, pero… me dejó un vacío grande, loco. Como si se desarmara todo. Como si ya no quedara nada igual.
Will se quedó quieto. Algo en esas palabras resonaron en su interior. Lo miró con sinceridad, y con voz baja, dijo:
—Te entiendo, bro. En mi caso, fui yo el que se fue. Dejé mi país, mi familia, mis amigos. A veces uno se convence de que está bien, que hizo lo correcto. Pero hay días donde todo te cae encima. Extrañas lo que ya no está. Y no sabes bien cómo seguir.
Zaki, desde el rincón donde embalaba su pedalera, se sumó:
—Nunca me fui del país, pero me mudé muchas veces. Lejos de los míos, de lo que me era familiar. Cada vez que uno se va, algo se rompe. Y algo nuevo se construye… pero lleva tiempo.
Ema asintió y se acercó a Ale.
—Tus amigos siguen con vos. Quizás no físicamente, pero siguen. Y ahora tenés otros también. Nuevos. Nosotros. Podemos acompañarte en esta etapa si querés.
La sala quedó en silencio. Pero esta vez, no era un silencio incómodo. Era uno cargado de comprensión. De humanidad.
Will respiró hondo.
—Si algo aprendí en todo este tiempo, es que la música puede sanar cualquier herida. Y creo que es un error que, sabiendo eso… no lo pongamos en práctica justo ahora.
Se sentó, enchufó su guitarra y dejó que sus dedos encontraran un acorde melancólico. Uno que tenía sal de mar y polvo de soledad. Zaki lo siguió casi sin pensar, completando la armonía. Ema empezó a marcar un ritmo suave con los platos, como una respiración compartida. Y Ale… Ale sonrió por primera vez en semanas, agarró su bajo y se sumó.
Lo que siguió fue magia. Improvisaron como si ya hubieran ensayado la canción mil veces. Will comenzó a cantar frases que brotaban desde el alma:
“Espero estés feliz, aunque para ello tengas que partir…”
“Yo seguiré mi rumbo en estos mares del desierto…”
“Esperando eternamente volver a encontrarnos…”
“Ya verás… la historia no terminará…”
Así nació Mares del desierto.
Una canción profunda y emotiva. Un homenaje a los afectos que, aunque lejos, siguen latiendo dentro. Una forma de decir: “No importa la distancia. Te llevo conmigo”.
Cada palabra, cada nota, era una despedida y un reencuentro. Una carta abierta a todos los que se han ido, a todos los que se han quedado. A las amistades que sobreviven al tiempo, a las familias que se sostienen por videollamada, a los abrazos que esperan su momento.
Cuando terminaron, se miraron sin necesidad de hablar. Algo se había acomodado. Algo había sanado.
Will bajó la guitarra y los miró con honestidad.
—Chicos… lamento mucho cómo les hablé aquella noche del show. No supe manejar la presión ni la frustración del momento. Pero sé que estuvo mal.
Ema lo miró y asintió.
—Yo también me pasé. Dije cosas que ni sentía, fue puro enojo.
—Lo mismo digo —agregó Ale—. Perdón si los hice sentir que no valía la pena seguir. Me dolía todo y no supe cómo decirlo.
Zaki levantó una ceja.
—Che, a mí todavía me duele la mano, eh?.
Todos estallaron en carcajadas. Fue una risa sincera, liberadora.
En ese momento, entendieron que no tenía ningún sentido separar la banda. Que por más bronca, frustración o distancia, la música los unía, más que nunca.
Capítulo 8: Comenzar
Después de meses de ensayos intensos, noches sin dormir y un montón de sacrificios, la banda finalmente había grabado su primer material. Lo que comenzó como una idea tímida en la mente de Will se había transformado en canciones reales, palpables, con vida propia. Ahora llegaba el siguiente paso: llevar esa música al mundo, enfrentarse de nuevo a escenarios más grandes, a públicos más exigentes. Ya no eran solo ellos tocando en salas pequeñas o en sesiones improvisadas; esta vez, se trataba de mostrarse tal cual eran, con todo lo que eso implicaba.
La banda comenzó a moverse, a tocar donde pudieran, a aceptar invitaciones, a dejarse ver. En poco tiempo, y gracias a las conexiones que habían ido tejiendo, recibieron una propuesta inesperada: tocar en un festival importante, uno de esos que cualquiera soñaría con pisar. La noticia fue recibida con entusiasmo y un poco de incredulidad. Era una oportunidad enorme… pero también despertaba viejos fantasmas.
Horas después de haber celebrado la noticia, Will recibió un mensaje que lo dejó helado. Uno de los miembros de la organización del festival era Johnny Paluca.
Johnny Paluca.
El mismo que, años atrás, había sido el manager de su antigua banda. El que lo traicionó, el que despreció sus canciones, el que manipuló todo para quedarse con lo que él había creado. El que alimentó la ola de hate que lo obligó a cerrar perfiles, aislarse y dejar de creer en sí mismo. Ver ese nombre bastó para que todo lo que creía haber superado volviera como una tormenta. Las manos le temblaron. Sintió un nudo en el estómago. La garganta se le cerró.
Esa misma noche, no pudo dormir. En la quietud de su habitación, solo con su guitarra apoyada en la pared, los pensamientos comenzaron a pesar. Aunque todo parecía marchar bien, sentía una presión que le oprimía el pecho. Recordó los fracasos pasados, las promesas rotas, los proyectos que no llegaron a nada. Volvieron a su mente los momentos más duros con su antigua banda: las traiciones, el desgaste emocional, el dolor de ver algo en lo que creyó desmoronarse frente a sus ojos. ¿Y si volvía a pasar? ¿Y si no estaba listo?
Pero, en medio de esa tormenta mental, también vio con claridad todo lo que había cambiado. No era el mismo de antes. Los golpes no lo habían destruido: lo habían preparado. Había aprendido a ser paciente, a escuchar, a elegir con más cuidado a las personas que lo rodeaban. Esta vez no estaba solo, y eso marcaba toda la diferencia. Cada herida del pasado, por más dolorosa que hubiera sido, lo había fortalecido.
Sintió que, por primera vez en mucho tiempo, había sanado.
Al día siguiente, llegó al ensayo con esa idea todavía dando vueltas en la cabeza. Cuando los chicos se reunieron, les habló con sinceridad. No hizo falta entrar en detalles; bastó con compartir lo esencial. Ema lo escuchó en silencio, con expresión seria pero firme. Zaki asintió con respeto, y Ale, desde su lugar, empezó a tocar su bajo, como si entendiera perfectamente de qué se trataba. Ninguno dijo demasiado. Solo lo suficiente para que Will supiera que lo respaldaban.
Inspirados por esa conversación, por todo lo que habían superado, nació una nueva canción. La llamaron Comenzar.
Era un grito de guerra, pero también una declaración de fe. Hablaron en ella del dolor que habían cargado, del rencor que a veces les pesaba en el pecho, pero también de la decisión de soltar todo eso y ser mejores. En cada verso se notaba el proceso de transformación. Ya no se trataba de borrar el pasado, sino de usarlo como base para algo nuevo. “Vuelvo a comenzar… lo voy a lograr…”, cantaba Will con fuerza. Y esta vez lo creía.
Con esa canción cerraron el ensayo. Al terminar, un silencio breve se hizo en la sala. No era incómodo. Era un silencio de respeto, de entendimiento. Estaban listos. Listos para comenzar de nuevo.
Y así, con una mezcla de nervios, emoción y convicción, aceptaron la presentación en el festival. Sabían que no iba a ser fácil, que el escenario traería nuevos desafíos. Pero también sabían que lo único que necesitaban ya lo tenían: el uno al otro, su música, y la certeza de que todo lo vivido los había hecho más fuertes.
Capítulo 9: De nuevo
El gran día finalmente había llegado. Will, Ema, Ale y Zaki se encontraban en la zona de backstage de uno de los festivales más importantes de la ciudad. Aquel escenario no era como los bares y clubes donde habían tocado antes: era enorme, con una producción imponente, equipos de última generación y un público impaciente que ya comenzaba a llenar el lugar. Una oportunidad así podía marcar un antes y un después en su camino como banda.
Los chicos estaban nerviosos, pero no se trataba solo de ansiedad escénica. Era la carga emocional de todo lo que habían atravesado para llegar hasta allí.
La noche anterior, Will había tenido uno de esos momentos de introspección que solo surgen cuando el silencio lo envuelve todo. Caminando solo, guitarra en mano, pensaba en los tropiezos, las traiciones, las puertas cerradas y los escenarios vacíos. Pero también recordaba cómo, poco a poco, todo eso se había transformado en fuerza. Ya no era el mismo de antes. Los traumas no lo habían roto: lo habían forjado.
En medio de ese recorrido mental, algo dentro de él tomó forma. Cerró los ojos y, en su mente, visualizó a sus miedos como un gran monstruo oscuro que lo acechaba, gritando con voz cavernosa:
—¡Miedo… Fuerte… ¡Fuegooo!—
Will apretó los puños. De pronto, en esa escena imaginaria, alzó su guitarra como un arma sagrada. Un rayo de luz salió disparado de las cuerdas y atravesó al monstruo con un sonido ensordecedor. El ser gritó de dolor:
—¡AHHHHHHHHH!— y se desvaneció en el aire como humo disipado por el viento.
Con esa imagen aún latiendo en su interior, Will escribió una nueva canción. Era la continuación natural de Comenzar, un puente entre lo que habían sido y lo que estaban dispuestos a ser. La llamó De nuevo, y hablaba de ese instante preciso en el que, a pesar del miedo, uno elige avanzar. Mientras tocaba su guitarra e improvisaba melodías, las palabras comenzaron a brotar: “Vuelvo de nuevo a combatir el miedo que aquí sentí, pero esta vez no puede contra mí.”
Con cada nota y cada verso, sentía cómo su alma se sanaba, cómo algo dentro de él se iluminaba y cobraba fuerza. Cerró la canción con una frase que lo dejó en paz, sabiendo que había encontrado lo que faltaba: “Y esta fuerza en mi interior ya no se puede contener.”
Sin perder tiempo, esa misma noche se reunieron en la sala de ensayo. Tuvieron que ensamblar la canción entre todos a contrarreloj, ajustando acordes, arreglos, letras y energía. Pero lo lograron. Sabían que, juntas, Comenzar y De nuevo eran el mensaje que necesitaban dar. Era su forma de gritarle al mundo que estaban vivos, que habían vuelto, y que su música era más fuerte que cualquier herida del pasado.
Ya en el festival, minutos antes de subir al escenario, Zaki fue al backstage a buscar unas medialunas. Mientras buscaba algo para comer, se topó con un viejo amigo músico que hacía tiempo no veía.
—¡Eh, loco! ¿Qué hacés acá? —le dijo el amigo, sorprendido.
—¡Man, qué bueno verte! —respondió Zaki—. ¿Vas a tocar?
—No, no —rió el otro—. Estoy trabajando en el equipo de Paluca.
Zaki levantó las cejas.
—¿Johnny Paluca? ¿En serio?
—Sí, che. ¿Viste que él antes era un manager muy famoso? Pero la banda que estaba manejando le salió bien mala y fracasaron estrepitosamente. El tipo decidió dejar de ser manager y seguir su sueño real: organizar eventos. Y acá está, con este festival.
Zaki procesó la información y no pudo evitar soltar una risa contenida. La ironía le parecía deliciosa. Se despidió con un apretón de manos.
—Me tengo que ir, ya nos toca salir. ¡Nos vemos, loco!
Cuando volvió con las medialunas, todos se reunieron por última vez antes de subir al escenario. No se dijeron grandes discursos. Se miraron. Cada uno tenía esa mezcla de concentración y fuego detrás de los ojos. Zaki ajustaba su guitarra de siete cuerdas con precisión quirúrgica. Ale abrazaba su bajo como si fuera una extensión de su cuerpo. Ema giraba las baquetas entre los dedos, respirando hondo. Will afinó su guitarra y soltó una pequeña risa nerviosa, suficiente para romper la tensión.
El telón se abrió. Las luces los cegaron por un segundo. El rugido del público los envolvió.
Y entonces… comenzaron a tocar.
Todo pareció ralentizarse. No había espacio para pensar en el pasado ni en el futuro. Solo existía el presente, ese instante sublime donde cada acorde vibraba en el pecho, donde cada golpe de batería se sentía como el latido de un corazón gigante compartido. Estaban en su elemento, dándolo todo. Tocaron Comenzar y luego De nuevo como si fueran una sola historia, una sola herida, una sola redención. El público respondió con energía, puños en alto, gritos, saltos. Era una comunión total.
Cuando sonó el último acorde, los gritos del público estallaron. No sabían si eso significaba un contrato, un salto a la fama, o simplemente una buena noche. Pero eso no importaba. Lo que importaba era que habían llegado hasta allí, juntos. Lo habían dado todo.
Will miró hacia los costados y vio a Zaki, Ema y Ale sonriendo, sudados, eufóricos. Luego miró al frente, al mar de gente, y sintió esa paz profunda que solo aparece cuando sabes que estás exactamente donde tienes que estar.
Habían comenzado de nuevo… y esta vez, seguirían adelante sin mirar atrás.
Y recuerda…
Marico el que lo lea.